La Primera Navidad franciscana celebrada en Greccio
por San Francisco
de Asís.
“Mientras se encontraban en
Belén, le llegó el tiempo del parto; y María dio a luz a su Hijo primogénito,
lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para
ellos en la posada. En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por
turno sus rebaños durante la noche. De pronto, se les apareció el Ángel del
Señor. Ellos sintieron un gran temor, pero el Ángel les dijo: No teman, porque
les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la
ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto
les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y
acostado en un pesebre. Los pastores se dijeron Vayamos a Belén, y veamos lo
que ha sucedido y que el Señor nos ha anunciado. Fueron rápidamente y
encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre” (Lc
2,6-16).
Francisco de Asís tres años antes
de su gloriosa muerte, cerca de Greccio, quiso revivir este mismo episodio (Lc
2,6-16) el día de la natividad de nuestro Señor Jesucristo por inspiración del espíritu
de Dios y lo hizo del siguiente modo:
Vivía en aquella comarca un
hombre, de nombre Juan, de buena fama y de mejor tenor de vida, a quien el
bienaventurado Francisco amaba con amor singular, pues, siendo de noble familia
y muy honorable, despreciaba la nobleza de la sangre y aspiraba a la nobleza
del espíritu. Unos quince días antes de la navidad del Señor, el bienaventurado
Francisco le llamó, como solía hacerlo con frecuencia, y le dijo:
“Si quieres que celebremos en
Greccio esta fiesta del Señor, date prisa en ir allá y prepara prontamente lo
que te voy a indicar. Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y
quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez
de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre heno entre
el buey y el asno”.
Oyendo esto el hombre bueno y
fiel, corrió presto y preparó en el lugar señalado cuanto el Santo le había
indicado.
Llegó el día, día de alegría, de
exultación. Se citó a hermanos de muchos lugares; hombres y mujeres de la
comarca, rebosando de gozo, prepararon, según sus posibilidades, cirios y teas
para iluminar aquella noche que, con su estrella centelleante, iluminó todos
los días y años. Llegó, en fin, el santo de Dios y, viendo que todas las cosas
estaban dispuestas, las contempló y se alegró. Se prepara el pesebre, se trae
el heno y se colocan el buey y el asno. Allí la simplicidad recibe honor, la
pobreza es ensalzada, se valora la humildad, y Greccio se convierte en una
nueva Belén. La noche resplandece como el día, noche placentera para los hombres
y para los animales. Llega la gente, y, ante el nuevo misterio, saborean nuevos
gozos. La selva resuena de voces y las rocas responden a los himnos de júbilo.
Cantan los hermanos las alabanzas del Señor y toda la noche transcurre entre
cantos de alegría. El santo de Dios está de pie ante el pesebre, desbordándose
en suspiros, traspasado de piedad, derretido en inefable gozo. Se celebra el
rito solemne de la misa sobre el pesebre y el sacerdote goza de singular
consolación.
El santo de Dios viste los
ornamentos de diácono, pues lo era, y con voz sonora canta el santo evangelio.
Su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los
premios supremos. Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del
nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que
vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús, encendido en
amor, le dice «el Niño de Bethleem», y, pronunciando «Bethleem» como oveja que
bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba
«niño de Bethleem» o «Jesús», se pasaba la lengua por los labios como si
gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras.
Se multiplicaban allí los dones
del Omnipotente; un varón virtuoso tiene una admirable visión. Había un niño
que, exánime, estaba recostado en el pesebre; se acerca el santo de Dios y lo
despierta como de un sopor de sueño. No carece esta visión de sentido, puesto
que el niño Jesús, sepultado en el olvido en muchos corazones, resucitó por su
gracia, por medio de su siervo Francisco, y su imagen quedó grabada en los
corazones enamorados. Terminada la solemne vigilia, todos retornaron a su casa
colmados de alegría.
Se conserva el heno colocado
sobre el pesebre, para que, como el Señor multiplicó su santa misericordia, por
su medio se curen jumentos y otros animales. Y así sucedió en efecto: muchos
animales de la región circunvecina que sufrían diversas enfermedades, comiendo
de este heno, curaron de sus dolencias. Más aún, mujeres con partos largos y
dolorosos, colocando encima de ellas un poco de heno, dan a luz felizmente. Y
lo mismo acaece con personas de ambos sexos: con tal medio obtienen la curación
de diversos males.
El lugar del pesebre fue luego
consagrado en templo del Señor: en honor del beatísimo padre Francisco se
construyó sobre el pesebre un altar y se dedicó una iglesia, para que, donde en
otro tiempo los animales pacieron el pienso de paja, allí coman los hombres de
continuo, para salud de su alma y de su cuerpo, la carne del Cordero inmaculado
e incontaminado, Jesucristo, Señor nuestro, quien se nos dio a sí mismo con
sumo e inefable amor y que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo y es
Dios eternamente glorioso por todos los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.
Aleluya.
Como es de ver, en la Vida
primera, escrita por Tomás de Celano en 1228, el primer biógrafo de
san Francisco describe con todo entusiasmo cómo celebró nuestro Padre San
Francisco la Navidad del año 1223 en el pueblecito de Greccio (1 Cel 84-86). Más
tarde, San Buenaventura se basará en este relato para narrarnos, aunque de
forma más breve, el mismo acontecimiento en su Leyenda Mayor, escrita
en 1262 (LM 10, 7). Ambos relatos nos informan sobre la famosa celebración
navideña: el Pobrecillo quiso reproducir, con la máxima fidelidad posible, un
segundo Belén, con el buey y el asno, sirviéndose de una hendidura natural en
la roca como cuna para el Niño Jesús, en plena naturaleza y en el corazón de la
noche. Pero no sólo quiso reproducir visiblemente el acontecimiento de Belén;
Francisco quería también que los asistentes participaran de lo que allí se
celebraba y que la celebración les impulsara a una fe más profunda y a una
devoción más ardiente. Así pues, invitó a todos los hermanos de los eremitorios
cercanos, al igual que a la gente de Greccio y de sus alrededores. Acudió con
todos ellos, en solemne procesión, llevando velas y antorchas, al lugar
previamente preparado y, una vez allí, empezó la sagrada representación del
misterio del nacimiento del Hijo de Dios. Debe subrayarse que una parte de esta
celebración nocturna y a cielo abierto consistió precisamente en la celebración
de la misa. Francisco participó en ella en su calidad de diácono.
Cantó con voz emocionada el evangelio del nacimiento de Cristo, y luego
predicó. Pero su predicación no fue una exposición doctrinal, sino más bien una
representación mímica. Predicó con el corazón y con las manos, con el rostro y
con los gestos, con palabras y con todo su ser. Su cuerpo entero expresaba la
plenitud de sus experiencias íntimas. Como dice Celano, cuando pronunciaba las
palabras «Je-sús» o «Beth-le-em» parecía un niño tartamudo o una oveja que
bala.
Tras tan singular e inimitable
predicación, que reproducía con gestos más que con palabras el misterio del
nacimiento del Hijo de Dios, el hermano sacerdote se acercó junto con Francisco
al altar preparado sobre la roca y prosiguió la eucaristía. El misterio de la
encarnación de Dios desemboca en el misterio de la redención y en el de la
nueva presencia de Cristo glorioso en la eucaristía.
Si Francisco proclamó y visualizó
mímicamente el nacimiento de Cristo con tanta emoción y expresividad, podemos
imaginarnos el fervor con que saludaría después al Redentor que se hacía
presente sobre el altar, cómo lo adoraría y con cuánta fe lo recibiría.
La celebración navideña de
Greccio fue mucho más que la representación de un misterio. Por su vinculación
con la misa, fue una celebración litúrgica cuasi-dramática, cuyo punto esencial
consistió, no en la representación de una historia, sino en la actualización y
vivencia de un misterio de fe. De hecho, según afirma Celano, la fe, apagada en
los corazones de muchos, se despertó a una nueva vida (1 Cel 86b).
La liturgia navideña de Greccio
no queda anclada en el acontecimiento de Belén, sino que sigue a Jesús hasta el
Gólgota y lo reconoce como el Redentor y el Glorificado que desciende
nuevamente hoy hasta nosotros y se nos da en la comunión. Así pues, Belén, la cruz y
el altar quedan ensamblados en una misma celebración de fe. No
es, por tanto, difícil descubrir en todo ello una vinculación con el Salmo
Navideño, cuyo rasgo distintivo, como antes vimos, radica en la visión
unificada de la cuna y la cruz. En la celebración de Greccio el arco se amplía
todavía más, llegando hasta la eucaristía, donde Dios continúa entregándosenos
cada día.
La Navidad de Greccio fue una
fiesta única, y esto en un doble sentido: en primer lugar, porque ni Francisco
ni sus hijos espirituales la repitieron; y, además, porque es incomparable e
irrepetible.
Por otra parte, no debemos
olvidar que, a pesar de toda su singularidad, la expresiva y eficaz
representación del misterio de la Navidad en Greccio, si exceptuamos la
celebración de la eucaristía, se inscribe dentro de la tradición medieval de
las representaciones de los misterios del tiempo navideño. Tiene algunos puntos
de contacto sobre todo con los dramas bucólicos.
En fin, sería erróneo considerar
a Francisco como el introductor de las escenificaciones del belén, como tantas
veces alegan escritos edificantes e incluso científicos. Con anterioridad a
Francisco ya hubo algunas escenificaciones sencillas del belén, aunque no muy
numerosas; por ejemplo, en Santa María la Mayor, de Roma. Y nuestros conocidos
y populares belenes, con sus gráficas figuras que van acercándose
paulatinamente al portal, aparecieron bastante más tarde, a partir del siglo
XVI, como una derivación de esas escenificaciones sacras. Su difusión se debe
más a los jesuitas que a los franciscanos.