martes, 3 de septiembre de 2013

ESPIRITUALIDAD FRANCISCANA




CONSIDERACIONES SOBRE LAS LLAGAS III

17 DE SETIEMBRE: 
IMPRESIÓN DE LAS LLAGAS DE N.S.P. SAN FRANCISCO DE ASÍS

En cuanto a la tercera consideración, que es la de la aparición del serafín y de la impresión de las llagas, se ha de considerar que, estando próxima la fiesta de la cruz de septiembre (1), fue una noche el hermano León, a la hora acostumbrada, para rezar los maitines con San Francisco. Lo mismo que otras veces, dijo desde el extremo de la pasarela: Domine, labia mea aperies, y San Francisco no respondió. El hermano León no se volvió atrás, como San Francisco se lo tenía ordenado, sino que, con buena y santa intención, pasó y entró suavemente en su celda; no encontrándolo, pensó que estaría en oración en algún lugar del bosque. Salió fuera, y fue buscando sigilosamente por el bosque a la luz de la luna. Por fin oyó la voz de San Francisco, y, acercándose, lo halló arrodillado, con el rostro y las manos levantadas hacia el cielo, mientras decía lleno de fervor de espíritu:

-- ¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y ¿quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?
Y repetía siempre las mismas palabras, sin decir otra cosa. El hermano León, fuertemente sorprendido de lo que veía, levantó los ojos y miró hacia el cielo; y, mientras estaba mirando, vio bajar del cielo un haz de luz bellísima y deslumbrante, que vino a posarse sobre la cabeza de San Francisco; y oyó que de la llama luminosa salía una voz que hablaba con San Francisco; pero el hermano León no entendía lo que hablaba. Al ver esto, y reputándose indigno de estar tan cerca de aquel santo sitio donde tenía lugar la aparición y temiendo, por otra parte, ofender a San Francisco o estorbarle en su consolación si se daba cuenta, se fue retirando poco a poco sin hacer ruido, y desde lejos esperó hasta ver el final. Y, mirando con atención, vio cómo San Francisco extendía por tres veces las manos hacia la llama; finalmente, al cabo de un buen rato, vio cómo la llama volvía al cielo.

Marchóse entonces, seguro y alegre por lo que había visto, y se encaminó a su celda. Como iba descuidado, San Francisco oyó el ruido que producían sus pies en las hojas del suelo, y le mandó que le esperase y no se moviese. El hermano León obedeció y se estuvo quieto esperándole; tan sobrecogido de miedo, que, como él lo refirió después a los compañeros, en aquel momento hubiera preferido que lo tragara la tierra antes que esperar a San Francisco, por pensar que estaría incomodado contra él; porque ponía sumo cuidado en no ofender a tan buen padre, no fuera que, por su culpa, San Francisco le privase de su compañía. Cuando estuvo cerca San Francisco, le preguntó:
-- ¿Quién eres tú?
-- Yo soy el hermano León, Padre mío -respondió temblando de pies a cabeza.
-- Y ¿por qué has venido aquí, hermano ovejuela? -prosiguió San Francisco-. ¿No te tengo dicho que no andes observándome? Te mando, por santa obediencia, que me digas si has visto u oído algo.

El hermano León respondió:
-- Padre, yo te he oído hablar y decir varias veces: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?» y «¿Quién soy yo, gusano vilísimo e inútil siervo tuyo?»
Cayendo entonces de rodillas el hermano León a los pies de San Francisco, se reconoció culpable de desobediencia contra la orden recibida y le pidió perdón con muchas lágrimas. Y en seguida le rogó devotamente que le explicara aquellas palabras que él había oído y le dijera las otras que no había entendido.

Entonces, San Francisco, en vista de que Dios había revelado o concedido al humilde hermano León, por su sencillez y candor, ver algunas cosas, condescendió en manifestarle y explicarle lo que pedía, y le habló así:
-- Has de saber, hermano ovejuela de Jesucristo, que, cuando yo decía las palabras que tú escuchaste, mi alma era iluminada con dos luces: una me daba la noticia y el conocimiento del Creador, la otra me daba el conocimiento de mí mismo. Cuando yo decía: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?», me hallaba invadido por una luz de contemplación, en la cual yo veía el abismo de la infinita bondad, sabiduría y omnipotencia de Dios. Y cuando yo decía: «¿Quién soy yo», etc.?, la otra luz de contemplación me hacía ver el fondo deplorable de mi vileza y miseria. Por eso decía: «¿Quién eres tú, Señor de infinita bondad, sabiduría y omnipotencia, que te dignas visitarme a mí, que soy un gusano vil y abominable?» En aquella llama que viste estaba Dios, que me hablaba bajo aquella forma, como había hablado antiguamente a Moisés. Y, entre otras cosas que me dijo, me pidió que le ofreciese tres dones; yo le respondí: «Señor mío, yo soy todo tuyo. Tú sabes bien que no tengo otra cosa que el hábito, la cuerda y los calzones, y aun estas tres cosas son tuyas; ¿qué es lo que puedo, pues, ofrecer o dar a tu majestad?» Entonces Dios me dijo: «Busca en tu seno y ofréceme lo que encuentres». Busqué, y hallé una bola de oro, y se la ofrecí a Dios; hice lo mismo por tres veces, pues Dios me lo mandó tres veces; y después me arrodillé tres veces, bendiciendo y dando gracias a Dios, que me había dado alguna cosa que ofrecerle. 

En seguida se me dio a entender que aquellos tres dones significaban la santa obediencia, la altísima pobreza y la resplandeciente castidad, que Dios, por gracia suya, me ha concedido observar tan perfectamente, que nada me reprende la conciencia. Y así como tú me veías meter la mano en el seno y ofrecer a Dios estas tres virtudes, significadas por aquellas tres bolas de oro que me había puesto Dios en el seno, así me ha dado Dios tal virtud en el alma, que no ceso de alabarle y glorificarle con el corazón y con la boca por todos los bienes y todas las gracias que me ha concedido. Estas son las palabras que has oído y aquel elevar las manos por tres veces que has visto. Pero guárdate bien, hermano ovejuela, de seguir espiándome; vuélvete a tu celda con la bendición de Dios. Y ten buen cuidado de mí, porque, dentro de pocos días, Dios va a realizar cosas tan grandes y maravillosas sobre esta montaña, que todo el mundo se admirará; cosas nuevas que Él nunca ha hecho con creatura alguna en este mundo.

Dicho esto, se hizo traer el libro de los evangelios, pues Dios le había sugerido interiormente que, al abrir por tres veces el libro de los evangelios, le sería mostrado lo que Dios quería obrar en él. Traído el libro, San Francisco se postró en oración; cuando hubo orado, se hizo abrir tres veces el libro, por mano del hermano León, en el nombre de la Santísima Trinidad; y plugo a la divina voluntad que las tres veces se le pusiese delante la pasión de Cristo. Con ello se le dio a entender que como había seguido a Cristo en los actos de la vida, así le debía seguir y conformarse a él en las aflicciones y dolores de la pasión antes de dejar esta vida (2).

A partir de aquel momento comenzó San Francisco a gustar y sentir con mayor abundancia la dulzura de la divina contemplación y de las visitas divinas. Entre éstas tuvo una que fue como la preparación inmediata a la impresión de las llagas, y fue de este modo: El día que precede a la fiesta de la Cruz de septiembre, hallándose San Francisco en oración recogido en su celda, se le apareció el ángel de Dios y le dijo de parte de Dios:
-- Vengo a confortarte y a avisarte que te prepares y dispongas con humildad y paciencia para recibir lo que Dios quiera hacer en ti.
Respondió San Francisco:
-- Estoy preparado para soportar pacientemente todo lo que mi Señor quiera de mí.

Dicho esto, el ángel desapareció.
Llegó el día siguiente, o sea, el de la fiesta de la Cruz (3), y San Francisco muy de mañana, antes de amanecer, se postró en oración delante de la puerta de su celda, con el rostro vuelto hacia el oriente; y oraba de este modo:
-- Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido me concedas antes de mi muerte: la primera, que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores.
Y, permaneciendo por largo tiempo en esta plegaria, entendió que Dios le escucharía y que, en cuanto es posible a una pura creatura, le sería concedido en breve experimentar dichas cosas.






No hay comentarios:

Publicar un comentario